jueves, 27 de noviembre de 2008

EL PLAYON. por Pablo Monti.

- Uy, son las siete menos diez, no llego! – me cambio rápido, me calzo las stabil (ni llego a atarlas), agarro las llaves, las monedas y salgo para el club.El 92 o el 172 son mis dos alternativas. Al llegar a Avellaneda ojeo para ver si tengo que correr o me da tiempo para ir caminando. Viene un 172 a lo lejos, puedo ir caminando. Subo al interno 26, saco boleto y disfruto del viaje. Claro, porque a pesar de hacerlo casi todos los días, para mí es un viaje único.

Paso por la Plaza Aramburu, la comisaría 13 y veo de lejos la puerta 6. Toco timbre y ya está, soy feliz.Aún queda sortear al señor de la puerta, siempre yo intentando hacerme el importante y lograr entrar sin mostrar el carnet, con un simple “hola”.-

Carnet, por favor.
Pongo cara de frustración, como si me ofendiera que esa persona, al fin de cuentas, esté haciendo su trabajo.
Solo me resta recorrer unos metros hasta mi destino, no sin antes atravesar el mítico estado Etchart. Ese que fue escenario de titánicos partidos de básquet y de inolvidables recitales en una época que ya pasó. Ese en el que siempre perdurará el rostro de León Najnudel, símbolo inequívoco del orgullo verdolaga.
Dejo detrás de mí el tatami y el salón de gimnasia deportiva sin darme cuenta, mi obsesión está un poquito más allá. Lo mío es EL PLAYON.

Es verano y estamos de pretemporada. Todos sabemos que, por más ganas de tocar una pelota que tengamos, inevitablemente vamos a la pista.
Igualmente, hasta que nuestro entrenador no lo pida, la ilusión sigue estando.-
Vamos a la pista…- (la puta madre!) – y salimos rumbo a ese lugar tan rechazado.
Los primeros pasos son todo dolor. Estamos dejando atrás al escenario de toda nuestra felicidad, al que cobija nuestros sueños y fantasías, nuestras alegrías y tristezas, nuestras vidas…

El playón es la casa del handball de Ferro. Es por el que pasaron generaciones y generaciones de jugadores que sintieron con orgullo la camiseta verde en su pecho.
Es el hogar de las inferiores, del que todos quieren irse para empezar a jugar en Liga, y al que todos quieren volver cuando ya dejaron las inferiores.
Es el que te derrite las suelas de las zapatillas los días de mucho calor (cancelable tirando agua en la canaleta y yendo a mojarse la base de vez en cuando) y en el que las ráfagas de viento se sienten tan a gusto en invierno.
Es el que iba a quedar debajo de la tribuna del nuevo estadio de fútbol, al que iban a correr hacia Martín de Gainza para techarlo, al que iban a desplazar unos metros hacia la cancha de fútbol para el mismo fin, en definitiva, es el receptor de una y mil promesas de una supuesta mejora.
Es el que tiene esas imperfecciones en el piso que hizo putear a más de uno por hacerse una frutillita, pero con el que esos mismo gozaron al ver la misma lastimadura en la piel de un rival.
Es el que te hacía trepar a la utilería y saltar al terreno de Morixe a buscar pelotas colgadas poniendo a prueba tu rapidez para escapar de los atemorizadores perros.
Es el que tiene la reja cuyo sonido te hace sentir un animal cuando lanzás y el que tiene la red con la que te enredas más de una vez.
Es donde compartimos uno y varios piscolabis. Esa reunión a la que decías no querer ir, pero te morías por hacerlo. Para estar con tus amigos, para mirar a las chicas o los chicos y para pasar un momento inolvidable.
Es el que tiene esa tribunita de madera, que cuando vas a entrenar te permite esperar el inicio y charlar con tus compañeros, pero que cuando hay partido explota al grito de “Dale Oeste, dale Oe!”.
Es el que en su pared listaba los títulos de Ferro, después tuvo más de una publicidad, y hoy alberga la placa que nos recordará siempre a Tomás.

Es la casa del handball de Ferro, es NUESTRA CASA…